Eran los años 70 del pasado siglo, Herminio, estudiante de magisterio, entraba a formar parte del grupo Juan de Castro porque, la música, toda la música se le escapaba por los poros de la piel y, por eso, había elegido esa disciplina para un magisterio que ejerció dentro y fuera de las aulas del Federico Muelas o del Ramón y Cajal.
Por esos años, los 70, formó parte de un proyecto llamado Tormo en el que, la música tradicional de Cuenca y provincia era la fuente en la que bebía. Grabaron varias cintas casete y, de ellas, conservo algunas como la titulada “Músicas de las Tierras de Cuenca” en la que incluían las “Músicas”, “Recolección”, “Torrás”, “Maderadas” etc. Eran tiempos en los que, afortunadamente, ellos y otros grupos de prestigio habían conseguido renacer el folclore a todos los niveles.
Ya en los ochenta, cuando yo estaba haciendo el Quijote como un análisis comparativo entre el texto de Cervantes y la realidad de nuestros días, cuando los personajes que salían del texto los buscaba en la vida real, acudí a Herminio, al que encontré en su pueblo, en Villares del Saz, para hablar de la música pastoril, del rabel porque ya, en esas fechas, era un consumado lutier y fabricaba todo tipo de instrumentos: rabel, flauta, tamboril etc. Recuerdo que, al finalizar la entrevista, Herminio cogió la guitarra y cantó “María la portuguesa” de Carlos Cano que, ese verano, estaba de moda.
A ese verano sucedieron los demás con el resto de estaciones y las vidas, las nuestras, siguieron un camino muy cercano. Nació Herminiete casi al tiempo que llegaba Tiruraina y, cogiendo tréboles de dulzainas llegó el año 2003, el de mi pregón de la Semana Santa de Cuenca en el que, incapaz de soltar y encadenar minutos de palabras, se me ocurrió lanzarme al vacío y llevar a la práctica, en san Miguel, algo que nunca se había hecho hasta entonces: cantar “Por tu cara de pena” de José López Calvo. El reto era grande, muy fuerte porque la marcha exigía llegar a unas notas muy altas y, a ello, había que añadir otro reto más que era encontrar una voz que diera esas notas y que, a la vez, no resultara cuidada ni culta.
Llamé a Herminio, pusimos el playback, lo clavó a la primera y, así, nos fuimos a San Miguel para decirle a la Virgen lo que le dijimos.
A estas horas de este día 11 de noviembre no me quedan luegos ni mañanas para Herminio. Tengo, eso sí, nostalgias y sobre todo recuerdos. La recreación mental del tiempo pasado. Lo de la llama y la ceniza que, al fin de cuentas es la que ilumina.
Las trompetas del Bautista, este año, llorarán, seguro. Como llorarán las dulzainas y se romperán aquéllos botellines que, Herminio, calibraba para que cada cual diera una nota del pentagrama. El cencerrófono, hecho con tubos de cobre y cencerros se queda mudo. La Cueva, en la que habían comenzado hace días los ensayos para la navidad, rezuma penas. Esa cueva en la que, Herminio, enseñaba a mis nietos Marcos y Mía el manejo de la flauta y de la dulzaina.
Me quedan recuerdos imborrables de jornadas de trashumancias, de días del pastor, de villancicos en Las Majadas…Muchas cosas. También me queda el rabel que me regaló y que guardo como oro en paño.
El 26 de octubre las corcheas, fusas, semifusas y todas las demás se cayeron del pentagrama de Herminio con el fallecimiento de su hijo. Hoy, 16 días después, se cae el pentagrama entero y solo queda Consuelo a la que le enviamos nuestras condolencias.
José Luis Muñoz Martínez