A la distancia la realidad de Venezuela se observa caótica y difusa, desde el funcionamiento de sus instituciones políticas hasta las diversas posiciones que adopta la comunidad internacional son vidriosas. Como hace más de medio siglo –en pleno apogeo de la guerra fría- reflotan discursos académicos y políticos que apoyan a EEUU o Rusia, ahora con el pretexto de la cuestión venezolana.
Lo único que aparece claro es la fenomenal crisis económica que padece el pueblo venezolano, impulsada por la imparable turbina de la hiperinflación y la escasez de alimentos y demás insumos básicos.
En definitiva, si hay algo objetivo que puede decirse del país caribeño es que dicho padecimiento no distingue clases sociales, en consecuencia, el malestar ciudadano sobrevuela rasante las calles y plazas de la República Bolivariana de Venezuela sin diferenciar barrios o ciudades. Esta realidad de conflicto y enfrentamiento es innegable y es parte de una transición nada novedosa en la política venezolana de los últimos años, que ha comenzado luego de la muerte de Hugo Chávez.
Lo cierto es que a medida que uno se acerca a ese gentío lanzando sus proclamas y exigencias a viva voz, se observa que el reclamo puede ser tanto a favor como en contra del gobierno de Nicolás Maduro. Es decir, los venezolanos están de acuerdo en que efectivamente atraviesan una brutal recesión económica desde hace varios años, pero se distancian a la hora de señalar a los responsables de dicha crisis. Para unos es el gobierno chavista de Nicolás Maduro, para otros son las injerencias de países extranjeros que operan en desmedro del gobierno bolivariano.
En cualquier caso, el sonido de las voces resuena y a estas alturas pareciera que no hay control remoto (mando a distancia como se dice en España) que pueda dejar en mute el volumen de ninguna de ellas.
Ahora bien, asumido el enfrentamiento social que hoy existe en Venezuela marcado por diferencias ideológicas fuertes, el desafío urgente es que dicho conflicto socio-político sea procesado de forma pacífica, esto es, por las vías de la democracia y del derecho internacional público; en tal sentido es oportuno recordar que las democracias modernas, entre otras cosas, tienen por finalidad encausar los conflictos y evitar la violencia, pues -en palabras de Alain Touraine- lo propio de una democracia es reducir la violencia como también limitar el poder absoluto.
Efectivamente existen mecanismos institucionales diseñados para absorber e incorporar al sistema político los conflictos que siempre, de una u otra forma y con diferentes intensidades, pueden surgir en los procesos sociales.
Sin embargo, el combustible vital de cualquier mecanismo institucional, es la legitimidad, es decir, la creencia compartida por parte de una sociedad en la eficacia e imparcialidad de las instituciones que los rigen.
En otras palabras, es la confianza que la sociedad tiene en sus instituciones aquello que hace que un simple mecanismo normativo o constitucional se convierta en un hecho real de poder.
El gran problema de Venezuela es precisamente la perdida de confianza en las instituciones por parte de un amplio sector del pueblo venezolano, debido a lo cual su institucionalidad se debilita.
En conclusión, la situación de Venezuela es verdaderamente compleja y sin lugar a dudas atraviesa una fenomenal crisis política, económica y social; el asunto es que los conflictos no tienen una única salida: las puertas de salidas de las crisis son siempre varias, de muchos colores ideológicos y con horizontes diferentes.
Juan Guaidó ofrece una salida con su respectivo horizonte político y económico, Nicolás Maduro otra, lo importante es que más allá del color de cada puerta, esta sea abierta siempre con las llaves de la democracia y del respeto por el derecho a la libre determinación de los pueblos.