Testigos de nuestra historia. Carmen Román, la de las túnicas
13 de Febrero de 2017
Carmen, que el 15 de Mayo cumplirá 104 años, se escondía del frío tras la mesa camilla con un albornoz que pronto se quitó para dar mejor imagen aunque, el invierno, el frío Enero, se le metió muy hondo y la ha dejado muy marcada. Tanto que, de vez en cuando, se echa a llorar lamentando lo poco que puede hacer ahora cuando, uno, la ha visto haciendo la compra en la carnicería de Cejalvo hace un año.
La casa está llena de ausencias y de recuerdos. Cuadros que representan al Amarrado y al Cristo de la Agonía, muñecos vestidos con trajes semanasanteros, el álbum de fotos de Luis Pascual que, por cierto, nos ha trasladado a los años en los que, ella, ya estaba casada y el peso de haber enterrado a sus hijos.
Era el 15 de Mayo del año 1913 cuando, en el barrio de San Antón, viene al mundo Carmen Román. Un barrio de cuatro casas de barro, me dice, porque no había yeso. Conforme subes, en el centro, nací y ya teníamos luz. Pagábamos tres pesetas al mes por ello.
Años difíciles le digo a Carmen aunque, ella, no se acuerda de nada. A mi padre, Teodoro, le decían “alcanzanidos”. No fue al servicio militar porque era muy pequeño pero, a los 30 años empezó a crecer y medía dos metros cuando murió. Mi madre, Aniceta, era familia de los Portillas y mi abuelo, Justo, era el enterrador en el cementerio viejo que estaba en donde los Salesianos. A mi abuela le decían la tía Cucharera porque tenía una tienda en la Trinidad en la que vendía cucharas de madera que hacían en Cañizares.
Carmen me dice que no ha reñido nunca con persona alguna. Eran cuatro hermanos: a mi hermano le llamaban también “alcazanidos”, luego estaba la Visa, María y yo
En San Antón vivió dos meses porque, su madre, heredó una casa en la calle de Juan Saiz, justo debajo del Hospital de Santiago por lo que, en sus primeros años de colegio, fue a La Milagrosa con sor Candela, sor Claudia, sor Agustina… Este era mi barrio y en el que jugaba con los Arrazola, Vera, Calderón… Jugábamos a las cajillas de tabaco, a las bolas y con el diablo de goma que tirábamos al aire. También juntábamos trozos de teja para simular que eran chuletas.
Pero Carmen deja La Milagrosa porque los asuntos de escuela no están para pagar y la llevan a San Antón: a la escuela que había en el rincón porque, allí, ya no pagaba. Era del ayuntamiento, nos daban los libros y, allí, con doña Teresa, fui al colegio hasta los 7 años en que me metieron a coser en un taller. Entonces todo el mundo cosía pero ahora no saben hacerlo.
Carmen me cuenta que su madre cocinaba gachas y patatas porque, eso, era lo que comían habitualmente. Ellos y otros: nos comíamos hasta las mondas de las patatas. Mi hermana se quedó con una huerta en el Puente Palo en la que hemos estado 50 años y eso nos ayudó no poco.
Esa huerta a la que se refiere Carmen, se encontraba en lo que hoy es la urbanización del Parque del Huécar en Cuenca. Una zona tranquila, de aserraderos, cercana al río: la que se armó cuando se desbordó el Huécar en el 47. Había muchas huertas, entre ellas la de Llandres. El agua, ¡madre mía!, el agua llegó hasta la puerta de Castellanos y las monjas salían de las Josefinas; las calabazas flotaban y los gorrinos eran un espectáculo. El agua se metió en los Avico, Zarceños…estaba todo atascao. Corrían los gorrinos que daba gusto y, a las monjas, le pusieron unos pañuelos para salir a la calle.
Cuenca, en el año 1920 era una ciudad pequeña en la que se conocían todos. En su casa, me dice, su padre tenía una fuente con pilón en el que lavaban ropa para don Jorge Torner. Nos pagaban las sábanas a real. Luego lavábamos para la Segoviana, a Juanillo…También nos íbamos a la Fuente del Rey, frente a la playa, a unas pozas porque, allí, estaba el agua caliente. Iba con mi hermana mayor y nos arreglaba las pozas un ciego. Lavábamos que daba gusto. Comprábamos una lata de sardinas y pan y comíamos allí. Yo tendría 6 o 7 años y luego me metí en el taller del “tio Naranjeta”, Lázaro Soria, que vivía en Santo Domingo. Trabajaba con dos sobrinas de un herrero que había frente al Gobierno. He trabajado mucho.
Carmen abre la memoria y sigue sacando vivencias a granel: nevaba muchísimo y por eso, en las alpargatas, nos atábamos cuerdas para poder andar por carretería que entonces tenía un suelo de piedras y arena por donde pasaban los carros.
En aquélla Cuenca había muy pocas tiendas y, el cine era El Ideal, detrás de la parada de los taxis. Costaba dos perras gordas, dice Carmen, y veían “Rin Tin Tin, perro lobo”. No había coches. El primer coche lo compró Casimiro “El Hojalatero”, que llevaba un ojo de cristal. Decía que no tenía cuartos pero se compró un coche, un Ford. Nosotros íbamos andando a tos los sitios y también a por leña, debajo del Cerro del Telégrafo. Hacíamos un manojo de romero, lo cargábamos a las costillas, lo traíamos y volvíamos a por más para poder guisar. Yo tendría 9 o 10 años porque me acuerdo que no podía llevar mucho peso.
Los años mozos
Carmen se ríe cuando le pregunto por esas cosas de la juventud divino tesoro. De los años locos que todos hemos tenido: uuuy, bailes. Íbamos a las bodas y, así, en la calle los tintes, en casa del tío Sotanillo, bailábamos. En la boda de Mariano Segarra lo hicimos. Había un pianillo con manivela y tocaban. Era un salón grande. Los calores y los sofocos, como las lágrimas, iban al río: nos bañábamos en el río. No teníamos bañadores. Algunas se ponían pantalones y las que no teníamos na, en porreta, en San Antón, porque no teníamos traje. Nos bañaba mi prima.
Estamos moviéndonos en años difíciles. A mi marido lo conozco en la guerra, en un baile. Estoy allí y sale a sacarme: “señorita, ¿quiere bailar?. Yo no bailo con gente forastera, dice Carmen. “Yo soy buena persona”, responde el futuro marido. La verdad es que no me fiaba de nadie. Salíamos de paseo y, a las siete, estábamos en casa guardás porque nos decían que había muchos militares y que no era cosa buena.
A Carmen la casa don Emiliano en la iglesia de El Salvador a las siete de la mañana porque era obligatorio hacerlo a esa hora. Le costó casarse seis pesetas: fue en 1939 porque nace mi hija en el 40. Llevaba un bata de tres reales, que la hice yo, que era lo que daban por un pantalón. Nos convidaron a unos pasteles así de pequeños (indicando con su mano medio dedo índice) en casa de don Emilio Arrazola.
La Guerra
Mi hermana tenía la huerta y pasábamos a escondías lo que podíamos porque no vendían de ná. Bueno, las mujeres vendían en la calle y Castellanos también. Comíamos más cantos que lentejas pero no había otra cosa que comer. No pelábamos las patatas y nos comíamos las mondas.
Veintitrés años tiene Carmen cuando estalla la guerra y lo curioso es que, tiros no hay, me cuenta. En la estación si mataron a un militar y a una señora. Aquí no podías salir a la calle porque nos amenazaban. Gracias a mi hermana que tenía la huerta cogíamos lo que podíamos.
Semana Santa
En la Semana Santa no me dejaban salir. Era muy pobre. Nos quitaban de las filas porque era cosa de mayores. Había un paso del huerto que tenía cabezas y llevaba la cruz porque no tenía otra cosa. La cruz y una peluca muy bonita. Pero no nos dejaban ir a los chicos. A ese paso lo quemaron. Los quemaban en el puente de San Antón. Los ponían y allí lo hacían. No hay derecho. Ahora da envidia ver las procesiones. He salido con mis chicas. Había una imagen del Amarrao pero no quedó más que la corona que es la que lleva. Unos salvajes.
Carmen se emociona y, por su cara, me atrevería a afirmar que en ese momento está viviendo de nuevo semejante barbarie: ¿Por qué? ¿Por qué rompes el santo…?. Ay, hasta que se recuperó la Semana Santa. Había una música para toda la procesión porque no había dinero. Era la música de la misericordia, de las monjas, al lado del puente, allí enseñaban las monjas a tocar.
La costura
Carmen se va ciento tres años de acá para allá, pero sin dejar su sombra porque siempre se cobijó en ella. Belinchón me dice un día que si quiero hacer túnicas aunque yo no sabía. No lo había hecho nunca. Y así empezó la cosa porque, entre otras cosas, pagaba más. Las cosíamos a mano porque no había ná. Era gente muy buena. Túnicas de cola; cortábamos, poníamos los cuchillos y las hacíamos. Luego me salí y cosía en casa con unas vecinas y con Pedro, el padre de los fontaneros. Nos pusimos a coser porque su madre tenía máquina. Cortaba las túnicas Belinchón y…. ya le dije que me tenía que pagar más. Daba 1,50 por pantalón. Pero no podía dar más porque pagaban cinco duros por un traje. No se podía.
Carmen hacía de todo. Remiendos, piezas en los pantalones, culeras y arreglaba medias en su casa de los Tiradores. Hacia pantalones y túnicas y, luego, a los de San Pablo que los pagaban a doce pesetas hasta que se fueron a Santander y Salamanca. Los de Valencia -la casa Puchades- pagaban a dos pesetas el pantalón. Tuve un taller con 200 mujeres en el Instituto de La Trinidad y decían: “mira, la Carmen se va a hacer el ama de todo porque recoge lo que no quiere nadie”. Volvía abrigos, chaquetas, remendábamos…hacíamos capas…He hecho mucho. Todo lo que he podido. Una de mis túnicas la tiene Jesús de Medinaceli, el santo viejo…y mis muñecas. Más de quinientas. Y todas, con la uniformidad hecha por mí. Cosida por mí. Ahora, ya no saben hacer estas cosas.
Los casi ciento cuatro años de Carmen Román pesan como losas en momentos puntuales. Hemos nacido pobres pero no debo a nadie ni una peseta. Que sea lo que Dios quiera dice mientras se limpia unas lágrimas que apenas asoman por unos ojos que, durante una vida, enhebraron sueños, trabajos y días. Se me quedaban las manos como el yeso de tanto trabajar.
La respiración de Carmen se hace entrecortada porque, las emociones y los suspiros, pueden más que lo que uno siente en este salón de su casa lleno de ausencias, recuerdos, muñecas, silencios y peso porque, el silencio, cundo te atraviesa, pesa.
Esta entrevista la realicé el 13 de febrero del año 2017. Tres meses más tarde, el 6 de mayo de ese mismo año, la túnica reservada para el último viaje vistió el cuerpo de Carmen Román dejando, atrás, el peso de haber enterrado a sus hijos.
José L. Muñoz M.
Vídeo. Carmen y la Semana Santa