La aldea del Sahúco (Albacete) la encontramos al oeste de Peñas de San Pedro. Es de esos lugares a los que, hace 30 años, había que ir casi aposta porque se encuentra en medio de la nada y para más inri, sin agua y sin energía eléctrica. De eso hace 30 años, digo, en los que El Sahúco tenía cinco o seis habitantes. En mitad de un triángulo marcado por las carreteras que te llevan a Murcia o Jaén jalonadas por Pozo Cañada o Tobarra a la derecha, según miramos el mapa, por San Pedro y Alcaraz a la izquierda o, en la base, por los atractivos núcleos de Ayna o Liétor.
Digo que hay que ir a posta si no fuera porque aquí, en El Sahúco, se encuentra el santuario del Cristo – que iluminan gracias a un grupo electrógeno- que es punto de encuentro no sólo de los peñeros sino que, también, de miles y miles de devotos repartidos por los pueblos de la zona sin olvídanos de Albacete. Un Cristo, una talla del XVI, al que encontramos en su camerín, rococó, con elementos decorativos que hacen referencia a la pasión, y con una salita repleta de exvotos que te pone al borde del síncope porque mezclados, y colgando de las paredes, encuentras manos, brazos, o piernas de cera, una garrota y, cómo no, trenzas de pelo tan real como la sala sin olvidarme de que, cada cosa, lleva un texto manuscrito dirigido al Cristo. “Te traigo mi pelo como hace tiempo te prometí. Curaste a mi marido y también a mi hijo y, por eso, día a día recurro siempre a Tí porque me escuchas. No me abandones jamás”.
Por la mañana asistimos a la firma que tienen que estampar los corredores que llevarán al Cristo del Sahúco hasta Peñas de San Pedro. Lo hago con Julián González Oliver al que también llaman Julián el Santero por ser el responsable del grupo. El responsable de todo lo que pase desde que se sale del Sahúco hasta llegar a Peñas, además de nombrar a las parejas de andarines que forman «parejas de cuatro».
Nunca ha pasado nada, me dice. Caídas sí hay todos los años. Es raro el año en el que no hay ninguna caída y en mi acordanza, dice, no ha habido que lamentar episodios tristes. El Santo parece que nos protege.
Le pregunto por la toronjina que llevan algunos corredores respondiéndome que, esa planta, es hoja del huerto. Paecido a la menta. La indumentaria que llevan los andarines, los corredores, consiste en un pantalón blanco, zapatillas deportivas, camisa o camiseta blanca, faja y pañuelo para protegerse del sudor. Es que son 15 kilómetros y los hacemos en hora y media, me dice Julián.
En el interior de la ermita, a la derecha del altar mayor encontramos a la Virgen del Rosario y, a la izquierda, al Cristo del Sahúco al que intenta besar una señora, ya mayor: beso al Cristo. A la medalla porque como está tan alto (el Cristo), besamos la medalla. Es milagroso y a mí me ha dado mucho, dice. Una hija que estaba muy malita y ya está bien, me comenta mientras otras personas se acercan al Cristo tras la comunión: Yo le he dejado mi alma, mi corazón y todo mi ser me dice un hombre, Dionisio, que debe pasar de los ochenta años. Y le he pedido que llegue al próximo año. Lo queremos con locura, dice su señora.
Constantino, Pedro y Miguel Ángel me dicen que corren por promesas: porque me salga bien la mili, por tradición, o por cosas que te salgan bien en la vida. Constantino es más explícito y añade que, aunque cree en la medicina, algo tiene este Cristo de milagroso.
Terminada la misa, oficiada por el obispo Victorio Oliver, los corredores abandonan la ermita y se marchan a esperar al Cristo en la primera cruz. Una breve espera en la que la imagen es llevada por los que quieren y pueden al igual que la Virgen del Rosario, entre vivas, canciones marianas y avemarías.
Al llegar a la primera cruz, el Cristo tiene que esperar a la Virgen que, después, colocan a su altura. Una imagen frente a otra. De esa forma, los que llevan al Cristo lo bajan de la parte delantera haciendo lo mismo los que portan a la del Rosario. La escena que se contempla es la de un abrazo de despedida entre vivas y lágrimas.
El sonido de lo que me parece un martillo llama mi atención y, a duras penas, entre el gentío, llego a la primera fila de lo que podría ser el final de un entierro y contemplo una especie de ataúd de madera, en forma de cruz y tapadera de cristal en el que introducen a la imagen a la que miman y sujetan con seguridad para evitar accidentes. No olvidemos que lo llevarán a la carrera los 15 kilómetros que lo separan de Peñas de San Pedro.
En un santiamén nos ponemos en marcha y los gritos llegan como ecos: ¡Viva el Santísimo Cristo del Sahúco, Viva su Santísima Madre, Viva el acompañamiento…Palmas gandules!!!, esto último para animar, me dicen.
Los cambios son rápidos al grito del “Santero” y se pasa mal según elijas ir por delante o en otro lugar del grupo de corredores. Si es por delante, te pueden atropellar. Si es por detrás y quieres adelantar, no queda más remedio que tirar por los sembraos y llenar el zapato de tierra y guijos.
A los cuatro kilómetros de carrera con el Cristo a cuestas, hay flatos, malas caras y enfados por no poder correr. Algunos van descalzos por promesa, claro. Accidentes no hay pero las correas que sujetan al féretro-cruz se han aflojado y hemos tenido que parar. Poca cosa porque, en nada, una voz con acento militar empieza a gritar ¡un, dos, un, dos! y nos ponemos de nuevo en marcha con el alivio de algunos que confesaban ir tocados.
Ya, en la Cruz, llega el descanso, el refresco y la felicidad de gente como Josefina, del Pozuelo, con ochenta años que, aunque no puede ver al Cristo porque va metido en la caja, le lanza vivas emocionados: estoy como una moza, sí. A ver a mi Cristo que es hermoso, dice entre risas.
La carrera continúa. Van por la pareja dieciséis y, enseguida, la diecisiete. Sesenta y ocho personas han llevado al Cristo del Sahúco hasta este punto, sincronizando el paso con el fin de que, los cuatro, marquen el mismo pie. Menos mecagüenlás, escucho tacos de todos los colores sobre todo en los cambios de cuadrilla porque, ese momento, es crucial. Se cambia un hombro con otro sin detenerse cuando nos aproximamos a Peñas que, además de meta, es un peligro porque a poco que te descuides te llevan por delante en el sprint final.
Mucha gente espera. Mucha. La Virgen del Rosario también. Quieren besar al Cristo del Sahúco y no pueden porque ya está colocado frente a la Virgen para el abrazo de bienvenida entre aplausos, vivas y el Himno Nacional.
Tardamos mucho en llegar a la iglesia parroquial de tres naves, terminada de construir en el año 1707. En mis bolsillos, unas cuantas cintas magnetofónicas me permitirían recordar esta romería sin igual en la que, sin zapatillas, corrí con los andarines los 15 kilómetros. Pero es que, eso, no estaba en el guión.
Audio de Juan Manuel González
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