Si tomo la definición de ‘costumbres’ como «la manera habitual de obrar una persona, animal o colectividad, establecida por un largo uso o adquirida por la repetición de actos de la misma especie», me resulta evidente que un servidor esta muy mal acostumbrado; sus costumbres dejan mucho que desear, sobre todo para mi mismo. Los resultados suelen serme sorprendentemente funestos, o como poco infortunados.
Últimamente he tomado la mala costumbre de ir de viaje haciéndome yo todos los tramites; desde hacer la maleta, buscar alojamientos que me convengan y – cómo no – los vuelos que considero mas oportunos a mis intenciones y deseos, normalmente de ida, y con vuelta abierta.
O sea que, trato de ir por libre, a mi bola.
No ir de lo que entendemos por “mochilero”, eso no, pero sí fuera de trayectos y recorridos digamos ‘oficiales’ y manejados y estudiados por los organismos que mueven determinados eventos; en mi caso siempre han sido del tipo de conferencias, o congresos, o simposios y cosas de esas. Los organizadores tratan de que nuestra estancia en sus determinados países sea lo más grata y cómoda posible, pero – a mi gusto – suelen ser muy restringidas. Mi tendencia ha sido siempre la de ir a mi bola y perderme por callejuelas y boliches que no salen ni en el mapa.
Y, claro…me pierdo. Únase mi desconocimiento de los lugares con mi total desubicación y orientación natural e imaginaran el resultado. Máxime que no consigo que el GPS capte zonas Wifi, y me deje siempre a medio con la cantinela de “se ha perdido la señal Wifi” por mas datos que tenga en el móvil. ¿Resultado? He de tomar un taxi cada tres por dos, habiendo taxistas que me entienden el lenguaje, otros que no y otros que, simplemente, se hacen el longuis y me llevan por donde quieren. Que de todo hay en la viña del señor.
Bien, pues aprovechando que debía hacer un viaje transatlántico – corto pero inexcusable – me dije: ¿Y si te vas a París, te pateas lo que no conoces, ni has pisado y sales del De Gaulle al Logan en vuelo directo? Pensado y hecho.
A través de páginas de internet – he de decir que no domino mucho la red, mejor, no lo domino casi nada – localicé cientos de vuelos directos Madrid-París a cual más bueno, bonito y barato y que conectara cómodamente con mi vuelo posterior. Y vuelta abierta.
Eso no me salió del todo mal, teniendo en cuenta que llevaba un maletusco inmenso y sabia que debía pagar por el embarque (me ha sucedido también, que llevando ese tipo de maletas que supuestamente no pagan, he tenido que pagar porque a un chulapón de Budapest o Sofía se le puso en la montera, y con tal de no discutir – eran superhombres de dos metros o más – pues pagué lo que me decían [tienen un inglés perverso o lo tengo yo, una de dos, pero era un galimatias del copón] y no me apetecía exponer mi deslumbrante musculatura). La compañía fue Air France, y no estuve descontento.
La vuelta ya fue otra cosa, porque después de siete horas y pico de vuelo, no había trenes de salida a mi pueblo hasta el día siguiente, por lo que tuve que solicitar – vía internet, también – un hotel en la capital española, con carácter de urgencia y cerca, a ser posible, de la estación de Atocha. Y lo encontré, baratísismo, tanto así que me hizo sospechar, pero no tanto. Mi sorpresa supero con creces a mi sospecha.
Ahí comenzó mi más amarga tristeza, y mis ganas de darme coscorrones contra todas las esquinas, por chuleta, sobrado, osado, temerario y todos los adjetivos que existan similares a estos.
Ahí es cuando me dí verdadera cuenta de que toda mi vida, en estos menesteres – y en otros muchos también – estaba acostumbrado a que me hicieran todo el papeleo (tener buenas secretarias es una de las cosas mejores que se pueden tener “en esta vida”…como diría mi Lolapequeña.) . Eso es tener malas costumbres, pésimos hábitos es horrible.
Pero vuelvo a mi estancia en mi París desconocido.
Decidí mi estancia en Montmatre por el que que apenás había deambulado . Buen hotel, buen servicio.
Iba con tanta gana de patearlo que en dos días, ya me conocía los lugares más típicos ( lo que me hizo suponer que no eran los mejores, claro está). No sé…conocer y empaparme de eso que llaman la “Bohemia”, de la que tanto había oído hablar, y – puesto que Aznavour me encanta y la describía tan guay en su canción – pues allá que me coloqué.
Una de dos, o se había evaporado la susodicha, o no busqué bien por sus rincones, porque verla, sentirla…ni la vi ni la sentí.
¡Mira que si me había equivocado de barrio! Si la Bohemia (no me refiero a Praga, conste) es una junta de supuestos humanos vestidos del pasado siglo, boinas negras y rojas de a cuatro pavos la unidad, ropas pringadas de colorines variopintos y manos intentando simular tintar un lienzo, pues entonces si, si vi la Bohemia. Pero no me gustó nada.
Si es ver cantidad de chiringuitos – sin llegara a ser mercadillos, que me encantan – en misión de vender suvenires a los catetos cual yo, también. Pero no creo que ni Montmatre, ni la Bohemia fueran eso.
Me decidí pues tomar los metropolitanos, previa información detallada del recepcionista de turno, (tomé el cuatro, el dos y el siete, no se me olvidarán jamás) y recorrer otras zonas con visita guiada de unos tal ‘Civitatis’.
“Notre Dame”, deprimentemente herida , el Sena como siempre, pero… ¡Oh dioses! Conocí la “Sainte Chapelle” en la Isla de la Cité.
Con solo ese descubrimiento di por buenas todas mis anteriores desventuras. Y las sigo dando. No estaba en los itinerarios propuestos por las organizaciones de eventos más o menos distinguidos, por tanto, mi desconocimiento de tal maravilla era absoluto.
¡Así imagino el Paraiso! Más de tres horas si poder quitar la vista de tanta vidriera sin paredes. Si, como un servidor, desconocen tal tesoro…no se lo piensen, visitenla por 11.50 euros durante horas.
Todo lo demás es pura fanfarria de cara al turista menos avezado: Torre Eiffel, Panteón, Arco de Triunfo con sus correspondientes jardines – ,Louvre – que no está mal, no – , Notre Dame des Champs en Montparnase. Y Versalles, que me resulta paradisíaco .
Como anécdota a tener en cuenta, referirles que el guiá del metro dos nos mantuvo más de media hora delante del edificio Louis Vouitton, explicando su obra y milagros. A mi, que apenas me sonaba el nombre, ya me sé todo de él.
¡Muchacho que tostón de guía de edificio, enfrente de Dior!
Y poco más. Que por estar malacostumbrado, por mis malas costumbres y mi mucha gallardía, agallas, intrepidez y ‘gilipollería’, me gasté más en taxis que en todo el viaje, dado que sabía- por ejemplo – la parada de los metros dos, cuatro y siete, pero lo que no sabía era cómo se volvía al punto del que partí, porque son bocas distintas. Creyendo en que conseguiría llegar a mi hotel por mis propios medios, piernas y sabiduría, me subí 237 escalones de a cincuenta centímetros cada uno hasta el “Sacre Coeur” para ver si visualizaba mi hotel. Ni por esas, tuvo que llevarme otro taxi, con el consiguiente cachondeo del taxista porque estaba a la vuelta de la esquina.
Lo dicho, es malo tener malas costumbres y estar acostumbrado a que te hagan todos los trámites que uno consideró secundarios. Ahora ya ni de coña los considero secundarios.
P.S.- Estoy en casa. Por fin. Hecho unos vendos y con un jet lag que no me abandona desde que me conoce.
Dormí en un albergue en Madrid con otros siete personajes en la misma habitación al no haber tenido en cuenta que no era un Hotel, sino un HoStel (Ojo con la “S”). Gasté un fortunón en taxis. Y todo por chulo y sobrado. Por las malas costumbres (Boston ya, me resulta harto conocido y no escribo nada de él, pero París…)
Firma invitada: Francisco R. Breijo-Márquez. Doctor en Medicina