La noche del 1 al 2 se cuentan relatos fantásticos y sobrecogedores en relación con las almas de los difuntos que, esa noche, se manifiestas de alguna manera, dicen.
Algún rito tiene lugar a partir de esta tarde noche: toque de campanas, colocar lamparillas, rezar el rosario o, más antiguamente, los responsos.
Una noche tabú en la que las almas de los difuntos pululan por las casas y bajan a la tierra.
En Bartolomé de las Abiertas, en Toledo, hay un dicho popular que se transmite de generación en generación: “el día de los finaos andan los muertos por los tejaos”.
Toda una serie de bromas y sustos están patentes en esta noche tenebrosa. Aparecen niños portando calabazas huecas a las que han hecho ojos y bocas y en las que introducen velas encendidas para dar ambiente. Otra costumbre, casi perdida, es la de tapar con puches el ojo de las cerraduras de las puertas para evitar, así, que entren las almas de los difuntos.
Otros dulces típicos de esta fecha son los nuéganos que se toman con mistela en la provincia de Albacete aunque, la aparición del pan, también se presenta en forma de figura humana como ocurre en La Sagra toledana.
En Horcajo de Santiago (Cuenca), se elaboran unos roscos que son adquiridos por los padrinos para obsequiar a los ahijados aunque estas, y otras viejas costumbres, se están perdiendo o se han ido a parar al dormitorio de la memoria.
El río Júcar, cuando pasa por Huélamo (Cuenca), ya casi es un río en el que, hace cien años, lavaban las mujeres la lana de colchones llenos de historias. Llegamos aquí tras sortear una carretera que bordea, en espiral, una especie de colmillo que se remata con lo que llaman El Castillo en el que identifican la tumba de Viriato.
Más abajo, en la plaza, en el bar de Zaballos, cerca de la estufa que quema leña en mitad del salón, Emiliano Chico Jiménez juega una partida de tute.
Emiliano ha vivido siempre aquí, en Huélamo, excepto los años de la guerra y otros catorce que estuvo trabajando en El Sitio de Villalba con Carretero. Toda la vida en el campo, con la labor como él dice.
A través de la ventana se a ve un bancal ocupado por un huerto con buena pinta aún: ¡bah!, poca cosa. Cuatro judías verdes, tres tomates…lo que nos han dejao, dice. Lo único que podemos laborear.
Emiliano me dice que lo he pillado de chiripa porque, los inviernos, los pasa en Valencia pero que, este año, 1986, se irá para el veinte.
En Huélamo existe una leyenda que ya es famosa. Incluso se representa, tal día como hoy, en la capital de la provincia, Cuenca, junto a la cruz de piedra que hay frente al santuario de Las Angustias: sí. A mí me contaban los mayores, me decían que en la plaza, dicen que había un señor, un mozo viejo, que se paraba ahí y hasta que no se acostaban todos los mozos, él no se acostaba. Él le daba la vuelta al pueblo. Se llamaba Juan Merchante. Y estando ahí, vio calle abajo un fantasma con una capa mu rara que le dijo “buen mozo ¿me quieres enseñar el camino de Tragacete”. Si señor, contestó.
Arrearon pa bajo yendo él por delante pero, cuando se volvía, veía como que echaba fuego la capa y que, por pies, le pareció que enseñaba una especie de pezuñas así que, cuando llegaron a La Serna, le dijo al desconocido, “¿me da tiempo a hacer mis menesteres?” Sí, pero a las tres palmadas tendrás que estar aquí.
Echó a correr y, a la que llego a su casa, nada más cerrar la puerta, escuchó como un bufido que decía: “no te has librao de una y mala, Juan Merchante”, al tiempo que, el fantasma, golpeaba la puerta dejando así, en la madera, una mano estampada a fuego con los cinco dedos. Vivía ahí mismo, debajo de la fuente, en el callejón. Yo, mire usté, la puerta no la llegué a ver pero los más viejos sí.
Cañamares, a la que besa el Escabas, un río cristalino que nace más arriba del El Hosquillo, nos espera apretado entre campos de mimbres pintados para la ocasión. Un par de mulas, uncidas, transportan un tronco a algún lugar que ni sé porque, en el bar, según llegas al pueblo desde Cuenca, me espera Florencio Guijarro: un hombre que, según me cuentan, se mete en todos los fregaos. Tal como esta noche, los mozos, hay costumbre de dar vueltas por el pueblo. Hacen gachas, las untan en las puertas, echan pelillos de cuando esquilaban a las mulas, y se hace sí. Gachas de los puches. Una costumbre que no nos han explicado nunca. Se les pone a las más guapillas, a las viudas…para que frieguen por las mañanas y así las vemos.
La noche de los fuinaos es mala para salir o para rondar, me dice Florencio. Cuentan y no paran. Leyendas que se refieren a corderos que se convierten en diablos o de bellísimas damas cuyos pies terminan en pezuñas envueltas en olor a azufre. Aquí, en Cañamares, hay otra vieja historia relacionada con esta noche: Iban los mozos de ronda y, entre ellos, había uno muy flamencote. Y como era así, pues le dijeron “¿a que no te e atreves a ir al cementerio y clavar este clavo en la pared?”. Esto está hecho, dijo el mozo. Pero como llevaba puesta la capa, al poner el clavo, clavó la capa a la pared quedando así atado a la misma, sin poderse escapar, hasta que por fin, de tanto estirar, pudo soltarse. Salió corriendo y casi le cuesta la vida.
Cuando Florencio estuvo en el servicio militar, contó por allí otra historia protagonizada por Jorge y Cayo: ya están muertos. Se ahorcó un tío y en aquellos tiempos, en La Dehesa, lo depositaban encima de una mesa. Tenían que estar con dos testigos para guardarlo y eran tiempos de las viñas.
Jorge le dice a Cayo, “vete a por unas uvas”. No vete tú, Jorge. Yo me quedo.
Mientras Jorge se fue a por las uvas, Cayo puso al muerto en la silla ocupando, él, su lugar encima de la mesa. Que se cambió por el muerto.
Cuando regresó Jorge, dirigiéndose al de la silla, le dijo “toma que son moravias”. Pero al no responderle, insistió otra vez: “toma que son moravias”.
Y en medio del silencio, se oyó una voz que salía de la mesa: “si no las quiere ese, dámelas a mí”. Y es que se habían cambiao, me dice Florencio. El vivo se puso a la mesa y el muerto en la silla. Corrió al pueblo y luego quería matarlo. Es lo que dicen.
Hay misas por los difuntos y se les ponen luces. Lamparillas. Unas diminutas mechas sobre un soporte que hace de flotador, sobre el aceite depositado en un tazón.
Cuando llega la noche, en toda la provincia de Cuenca hacen los puches. Juliana Muñoz, en Las Majadas, comienza por desahumar el aceite: se frien trocitos de pan, se tuesta la harina (tres cucharadas soperas) batiéndola bien, se echa agua, azúcar unas tres cucharadas bien colmadas, se trabaja bien dándole vueltas y vueltas hasta que espese y luego están excelentes. Los puches se hacen cuando queremos, pero es ahora cuando más los hacemos. Son de los Santos.
Noviembre. Mes de los muertos sin fiesta alguna porque, para notarla, tenemos que fijarnos en los domingos. Tristeza llena de amarillos y ocres en la que las hojas de los árboles dibujan alfombras igualmente muertas mientras, en los cementerios, huele a crisantemo. Queda la luz pero, con el cambio de hora, se va a dormir nada más comer
Audio de Mariano Gómez Merchante