Las Majadas. Se fue Cascales, Casimiro Arauz. Hasta luego veintionce, con veintiún dedos y uno sin uña
Últimamente, las noticias siempre tristes de algún fallecimiento, le ponen melancólico a uno recordando viejos tiempos en los que, como ahora, sí, como ahora, veías a los abuelos ante el fuego de chimenea baja mientras, tíos y padres, se afanaban por cumplir con lo que, sus padres, nuestros abuelos, habían hecho a su debido tiempo. Era cíclico en aquella especie de familia matriarcal en la que, los padres, si o sí, se tiraban media vida con las ovejas en el campo o cortando pinos en los montes mientras, nuestras madres, se ocupaban de la casa y de nosotros. De unos mocosos que creciendo y ganando altura con los años, solo nos preocupaba tener el carnet de identidad para poder ver películas de mayores. Círculos concéntricos de los que sales cuando, la vida, como en una película de trincheras, te da un culatazo en la frente para que seas consciente de que, tú, pasados los años, ya estás en primera línea de fuego como lo estuvieron los abuelos, los tíos, los padres y, también, algunos amigos.
Hoy, primer día de tiempo ordinario tras la Navidad, tras el Nacimiento y la Epifanía, la melancolía es recuerdo de esa España que muchas veces llamo de blanco y negro. De pueblos como Las Majadas en donde los pastores cogían muérdago para las ovejas en tiempos de nieves, en donde el dulero hacía sonar el cuerno para recoger caballos, burros, mulas o yeguas, los hombres trabajaban el campo casi helado medio año o se perdían en jornadas madereras en pleno monte esperando la fiesta en la plaza, cerrada con troncos de pinos, comiendo turrón a granel o bailando en el salón de la Catalina al son de un acordeón o, cerca de los años 70, con la banda de Ismael y sus muchachos mientras las Mirindas, los Canada Dry y las Aguilas descansaban en el mostrador entre alguna caja de Ideales.
En ese ambiente, Casimiro Arauz Tomás, hijo del tío Damían y de la tía Rosalía, se movía como pez en el agua ejerciendo de barbero porque, de sacamuelas, ya teníamos a don Federico, el médico, que vivía en la casona sita encima del cine, casona que ya contaba con adelantos para la higiene personal como retrete de hoyo, o letrina y bañeras.
Casimiro era conocido por Cascales porque, un buen día, de los pocos que fue a la escuela con don Quintín, le pusieron en el asiento del pupitre una nuez y, al sentarse y romperse la nuez, le pusieron cascanueces y, de ahí, Cascales que, de mayor, además de casarse con la Eugenia, hizo de todo en su vida.
Como hombre de la sierra, se curtió en mil batallas, a cual peor, si las miramos con ojos actuales. Baste decir que, siendo niño, cuando perdió unas cabras, unos mozalbetes le engañaron diciéndole que, si se bañaba en la poceta de la Fuente del Rey, le dirían el paradero de las cabras así que, en porretas, casi le ahogan, le esconden la ropa y tuvo que venir hasta el pueblo medio comido por los tábanos si no es por el delantal de la tía Marcelina.
En el año 2015 le entrevisté en Las Majadas y, lo primero que hizo, fue presentarse: “yo soy Casimiro Arauz para servirle a usted”. Eran tiempos en los que si te preguntaban que quién eras tú, tenías que responder con tu nombre y esa coletilla: para servir a Dios y a usted.
La despedida también tiene lo suyo: “hasta luego veintionce, con veintiún dedos y uno sin uña.
José Luis Muñoz M.
La Entrevista