En el panorama político contemporáneo, uno de los temas recurrentes de debate es la noción de una supuesta “superioridad moral” de la izquierda. Este concepto, asociado a la empatía por las clases desfavorecidas, la justicia social y la equidad, ha sido ampliamente defendido por sus adherentes. Sin embargo, cuando se traslada esta ideología al campo de la gestión concreta de problemas cotidianos, surgen preguntas incómodas: ¿realmente la izquierda posee una superioridad moral inherente, o es solo una imagen que se derrumba al enfrentarse a la dura realidad de la administración pública?
Un ejemplo reciente que pone en cuestión este concepto es el caso de Molina de Aragón, un municipio que sufrió las consecuencias de una Depresión Aislada en Niveles Altos (DANA). A pesar de la dramática crisis, la ciudad permaneció durante 21 días sin agua potable, y los trabajos de limpieza y reparación de infraestructuras como el alcantarillado fueron deficientes. Este hecho, por sí solo, ya es un grave reflejo de la ineficacia de la gestión local. Sin embargo, lo que llama aún más la atención es la mala organización de las Ferias y Fiestas, uno de los eventos más esperados por la comunidad. La falta de planificación y de recursos económicos visibles para llevar a cabo estas celebraciones, en un contexto donde la gestión de la crisis ya había demostrado debilidades, expone una desconexión entre los discursos ideológicos de la izquierda y las necesidades cotidianas de la población.
La pregunta que se plantea es clara: ¿dónde estaba la izquierda cuando sus ideales de justicia social y bienestar de los más vulnerables debían materializarse en acciones concretas? ¿Por qué no se vio el mismo activismo social que en otras luchas, cuando lo que estaba en juego eran las necesidades inmediatas de los ciudadanos? Las crisis, sean naturales o provocadas por la falta de organización, exigen respuestas rápidas y efectivas. Sin embargo, en muchos casos, estas respuestas no llegaron de manera eficiente ni en el tiempo necesario.
Este tipo de ineficiencia no es un fenómeno aislado, ni se limita a la gestión local. A nivel nacional, el escándalo protagonizado por Íñigo Errejón, uno de los líderes de la izquierda en España, ejemplifica cómo la imagen de “superioridad moral” de la izquierda también puede verse empañada cuando los principios se enfrentan a la práctica política.
Errejón fue duramente criticado por sus viajes a América Latina en un avión privado, un acto que contradecía sus propios discursos sobre la sostenibilidad y la lucha contra el cambio climático. La indignación fue generalizada, no solo por el hecho en sí, sino por el contraste con sus declaraciones públicas, que se enfocaban en la defensa de políticas progresistas y responsables con el medio ambiente.
Este tipo de escándalos no solo dañan la credibilidad de un político, sino que también contribuyen a erosionar la percepción de la izquierda como un partido moralmente superior. Cuando los líderes de un movimiento progresista caen en contradicciones de este tipo, el electorado se siente traicionado y se cuestiona si realmente esos ideales de justicia social y equidad se aplican de manera coherente en todos los niveles de la política. Si los propios representantes de la izquierda no pueden mantener la coherencia entre sus discursos y sus acciones, ¿qué se puede esperar de la gestión pública en el ámbito local?
No se puede negar que las ideologías políticas, incluidas las de izquierda, suelen estar cargadas de principios éticos que se presentan como superiores a los de otras corrientes. Sin embargo, los valores no son nada sin la capacidad de aplicarlos de manera efectiva en el día a día. La gestión de los asuntos cotidianos, de las crisis reales, debe ser una prueba constante de la efectividad de esas ideologías. En el caso de Molina de Aragón, la gestión de la crisis del agua y la falta de previsión para eventos sociales esenciales como las fiestas anuales no solo pone en duda la capacidad de los responsables políticos para manejar lo urgente, sino también la capacidad de la izquierda para gestionar los aspectos cotidianos de la vida comunitaria.
Este fenómeno no es exclusivo de la izquierda, claro está. Todos los sectores políticos deben rendir cuentas cuando se enfrentan a una crisis, independientemente de su ideología. Pero, en el caso de la izquierda, con su énfasis en la justicia social y el bienestar colectivo, resulta aún más evidente que las promesas de un mundo más justo deben ir acompañadas de una capacidad de gestión concreta. De lo contrario, las grandes consignas y principios caen en el vacío, convirtiéndose en meras palabras sin sustancia.
El desafío de la política actual no es solo llevar adelante causas grandes, sino también gestionar de manera efectiva lo cotidiano. El liderazgo no se prueba únicamente cuando se trata de abanderar luchas por la igualdad o la inclusión, sino cuando se deben enfrentar situaciones prácticas y urgentes como la provisión de agua potable, la limpieza de una ciudad después de una crisis o la organización de eventos que constituyen la columna vertebral de la vida social de una comunidad.
Si la izquierda pretende mantener su imagen de «superioridad moral», debe demostrar que sus principios no solo se quedan en el discurso, sino que se traducen en una gestión eficiente y eficaz de la vida cotidiana. Las ideologías políticas, independientemente de su orientación, deben ser evaluadas por su capacidad de dar respuestas rápidas y eficaces cuando la ciudadanía más lo necesita. Porque, al final, la política no puede ser solo una cuestión de imágenes y promesas vacías: debe ser una herramienta para resolver los problemas reales y concretos de la gente.
En definitiva, la “superioridad moral” de la que tanto se habla es un concepto relativo. Se pone a prueba en el momento en que la ideología se enfrenta a la gestión de la realidad. Los ciudadanos no solo necesitan líderes que hablen de justicia social, sino aquellos que puedan actuar con eficacia cuando más se les requiere. Sin esa capacidad, las ideologías pierden su fuerza y se convierten en ecos lejanos de lo que podrían haber sido.
Opinión de Javier Calleja Ibares. Portavoz del Partido Popular en el Ayuntamiento de Molina de Aragón