Los valores son las normas o principios que guían la forma de actuar, ser y pensar de los individuos y las sociedades. Con esta simple definición, es fácil reconocer la dimensión de lo que estamos perdiendo. Sin estos pilares, las decisiones y comportamientos humanos quedan expuestos al vaivén de modas, intereses momentáneos y caprichos individuales, en detrimento del bien común.
Uno de los valores que antaño estructuraba nuestra convivencia era el respeto. El respeto a los mayores, a los iguales, y en general, a todas las personas, era algo que los que vamos teniendo cierta edad aprendimos desde pequeños. Hoy parece desmoronarse. Sirva de ejemplo una anécdota que me contó una alumna hace apenas una semana: una señora mayor, cargada de bolsas de la compra, pasaba entre un grupo de jóvenes. Lejos de ayudarla o al menos ofrecerle su apoyo, los chicos se rieron de las pantuflas que llevaba, mofándose fuertemente con ese tono bobo y repugnante que nadie como un adolescente sabe reproducir. Este pequeño hecho ilustra una preocupante realidad: donde no hay valores, aflora un vacío que casi nunca es cubierto por algo bueno. Podrían los jóvenes haber pensado que a las personas mayores hay que respetarlas y, aunque no hubieran decidido ayudarla, podrían al menos haberse quedado con la boca cerrada. Pero no, en eso momento era quizá mejor reivindicarse como un salvaje.
Donde no hay valores, son otros los factores que rigen la conducta humana. En ausencia de esos principios básicos, la sociedad queda a merced de las tendencias más fáciles o lucrativas, perdiendo el norte de lo que realmente importa. Cuando no hay valores, la sociedad va a la deriva, dejándose arrastrar por cualquier corriente sin una dirección clara ni propósito colectivo.
Sin valores que definan qué es el bien y qué es el mal, la razón, que antaño estuvo al servicio de la comunidad, queda atrapada en percepciones individuales, fragmentando la búsqueda de un bien general. En este contexto, surgen ejemplos como el de la citada señora mayor: pequeñas acciones o inacciones que revelan el vacío de principios rectores en nuestra convivencia diaria.
Si buscamos la razón de este vacío, podemos observar que la sociedad actual parece haber renunciado a la herencia que la ha traído hasta aquí. Quien rechaza su pasado, su tradición, está condenado a, en algún momento, volver a inventar el fuego o la rueda. Hemos heredado valores que, aunque haya a quien no le parezcan perfectos, ofrecían una base sólida para construir comunidades más cohesionadas, con un sentido claro de pertenencia y dirección.
Hoy, en cambio, avanzamos hacia un modelo social insípido, inodoro e incoloro, cuya utilidad y beneficiarios resultan difíciles de identificar. Poco a poco nos despojamos de aquellas bases que nos permitieron ser lo que somos, olvidando que toda construcción sin cimientos está destinada a colapsar.
Cuando una sociedad entra en este estado de desorientación, es solo cuestión de tiempo que sucumba ante aquellas que sí saben de dónde vienen y hacia dónde van. Como se ha demostrado en la evolución de las especies, quien no evoluciona, perece. Nuestra incapacidad para mirar hacia adelante con claridad, aprendiendo del pasado, nos hace vulnerables en esta lucha por la supervivencia.
Sin embargo, volver atrás parece no ser una opción. Por eso es urgente que nos preguntemos: ¿Sabemos hacia dónde queremos ir? ¿Es nuestra sociedad una organización viva y sana, o hemos degenerado en una amalgama de grupúsculos con intereses divergentes y objetivos egoístas?
Como toda enfermedad, esta crisis de valores necesita un diagnóstico certero y una voluntad de cambio. Recuperar los principios básicos de respeto, solidaridad y sentido comunitario no significa rechazar el progreso, sino canalizarlo hacia una convivencia más humana y enriquecedora para todos. Pero esta cura exige esfuerzo y compromiso, tanto de las instituciones como de los ciudadanos.
Llegados a este punto, la pregunta que debemos hacernos no es si es posible, sino si estamos dispuestos a intentarlo. Porque, al final del día, lo que define a una sociedad no es tanto su herencia, sino cómo decide preservarla, transformarla y pasarla a las generaciones futuras.
Opinión de Agustín Segarra Muñoz, concejal del Grupo Municipal Popular en el Ayuntamiento de Cuenca