Cultura, identidad y educación en la escuela rural
La revista Padres y Maestros, de la Universidad Pontificia de Comillas, nacida en octubre de 1965 para divulgar experiencias educativas y dar a conocer teorías de actualidad, publica este artículo de la conquense (Las Majadas,) Susana Fuentes Arcos, cuya temática, lo indica bien el título de su trabajo, se centra en la escuela rural.
La desaparición de las escuelas unitarias mixtas en los núcleos de población pequeños ha dado la puntilla demográfica y social a la España vaciada. ¿Se ganó algo en el proceso de “CRAsificación” de este tipo de centros? Propongo una reflexión sobre el asunto basada en la experiencia, la observación y los datos.
Sobre la escuela rural
Echar la vista atrás no tiene que ser, necesariamente, un ejercicio de nostalgia; también puede ser un acto consciente para tratar de entender hechos y realidades que se dieron en el ayer y de los que sacar conclusiones que nos ayuden a proyectarnos a un mañana que es, por su propia definición, incierto. Han sido muchas las vueltas que he dado a la hora de plantearme este artículo. Y en todas ellas siempre concluía que no iba a empezarlo hablando de mí, ni de mi infancia, ni de mi educación en la escuela rural unitaria. Pero tampoco he encontrado una forma mejor de hacerlo que hablando desde la experiencia, por lo que, irremediablemente y como heredera cultural (en parte) de la fórmula de la picaresca, voy a tirar, al menos en el arranque, de la primera persona.
El espíritu humano
Desde que en las redes sociales se pre-sume de todo, uno ya no puede presumir, en realidad, de nada. O al menos de nada que no pueda fotografiarse al instante, filtrarse adecuadamente, publicarse y recibir el beneplácito de los seguidores de cada cual. Yo no tengo foto de aquel momento, pero si la tuviera, no creo que una sola imagen pudiera describir el instante. Y es que hubo un tiempo en el que yo fui niña, esos días lejanos en lo que todo renace en una constante primavera, en los que todo es nuevo, todo está por aprender y todo se aprende jugando. Y jugar era todo lo que queríamos las tardes de la primavera tardía, de esos mayos luminosos, cuando a las tres, en lugar de volver a clase, cantábamos en el patio “de paseo, de paseo” y las dos maestras (sí, dos para todos y todos para dos) con-descendían y, en lugar de volver al aula después de comer, nos íbamos a gritar y jugar al campo. No hacía falta muchos discursos vacíos para saber que el contacto con la naturaleza, la luz del sol y el aire libre son tan beneficiosos para el espíritu humano como la lectura de un buen libro. Aquella tarde de finales de mayo, los rebaños trashumantes pasaban por la vereda con alegría de cencerros y silbidos pastores, anunciando el buen tiempo y la bonanza de la que carece aquella tierra mía cuando aprieta el frío. Yo no tendría más de siete años y llevaba una falda de cuadros blancos y marrones que dejaba al aire las magulla-das rodillas; sé y recuerdo perfectamente que en mi corazón latía una alegría esperanzada al ver esos rebaños: en solo un par de días, el que pasaría por allí sería mi padre. No hay fotografía ni relato que des-criba mi alegría cuando uno de esos hombres a caballo, con su aspecto fuerte y curtido, se acercó al grupo de niños y dirigiéndose a las maestras dijo: “¿Hay aquí algún hijo de Ramón Fuentes?”. No sé ni me hago a la idea de cuánta emoción supone que te den un Nobel o un Oscar, pero en ese instante fui la persona más importante del mundo. Los pastores traían una manta que mi padre, con quien habían coincidido en su camino, les había prestado para protegerse del frío de la noche. Me dieron la manta, las gracias y siguieron su rumbo hacia los frescos pastos. Qué olor a campo, qué alegría de humanidad, qué forma de ser compañeros. Qué lección sin, tan siquiera, estar en el aula.
En defensa de la escuela rural
No pretendo aquí hacer una apología de una forma de vida que apenas existe y que supone un exotismo digno de Instagram en la vida de centenares de domingueros disfrazados de deportistas del Decathlon, que son, a día de hoy, multitud en los abandonados pueblos de la España vaciada, que no de la España rural. Porque pueblos hay cientos, y los hay con miles de habitantes y con una estructura social y, por lo tanto, educativa similar a las ciudades, por lo que estos, en lo que nos ocupa en este momento, no son pertinentes. Vamos a centrar el interés en las escuelas de los pueblos pequeños, de menos de mil habitantes (si queda alguna), en lo que supusieron para la educación de varias generaciones y en la forma en la que las personas formadas en las mismas se relacionan con la sociedad actual.
Las tropelías administrativas
Hablemos de su huella, de sus desafíos, de su futuro y de la brecha digital. Podemos hablar incluso de las tropelías administrativas que se han cometido en algunos pue-blos, como en el mío, en el que una ceguera sobrevenida y un dinero proveniente del (en ocasiones infame) Plan E levantó una escuela casi catedralicia, digna de una localidad sobrepoblada cuando en ese momento en el pueblo no habría más de cuatro niños en edad escolar. Y es que los delirios de grandeza que proporciona el “dinero gratuito” hicieron que los ambiciosos munícipes del momento vieran más productivo construir un edificio, pasto ya de la maleza, que recuperar los ya existentes y, con ellos, un espíritu que aún vive entre sus paredes y que contiene en su ser la educación personalizada, la conexión con el entorno, el desarrollo del sentimiento de pertenencia a una comunidad (tan importante para practicar la generosidad y la empatía) y la necesidad por parte de los maestros de adaptarse a unas circunstancias no siempre fáciles.
La huella
¡Pero si no hay niños en los pueblos! Dirán ustedes. Y bien dicho, claro. Y no es momento ahora de afrontar ese tema, aunque más adelante sí hablaré de cómo el cierre de las escuelas ha herido mor-talmente a los pueblos pequeños y los ha condenado al silencio y la grisura. De momento, un poco de utopía desde el caso que conozco. En mi pueblo se abandonaron las viejas escuelas para construir un mastodonte para una población que no existe (el colmo del delirio) sin trazar ningún plan para llenar esas aulas, aunque fuera imposible hacerlo con niños en edad escolar por razones obvias. Lo de mi pueblo es un caso aparte, pero la mayoría de los pueblos que conozco tienen sus viejas escuelas cerradas, edificios vacíos y fríos donde los espíritus, en breve, pasarán a ser fantasmas. ¿Por qué no cuidarlas, reconstruirlas y recurrir a las Administraciones —o incluso fundaciones relacionadas con organismo como las cajas rurales o empresas dispuestas a gastar presupuesto de RSC— y preparar planes de formación para propios y foráneos en verano, un par de horas al día, que mantengan viva el alma educativa de la escuela rural unitaria? Es decir, buscar iniciativas que recuperen el espacio físico para revivir la huella, la experiencia educativa en escuelas de apoyo para verano e incluso escuelas de mayores. Porque, ¿saben la cantidad de gente mayor que vive sola en los pueblos? ¿No creen que estaría bien que “volvieran a la escuela” con sus compa-ñeros de entonces como acto social y como ejercicio positivo para su mente y su salud cognitiva? Es solo una idea: mantener lo físico para recuperar lo emocional.
El desafío
Si abandonamos el mundo de las ideas y dejamos de soñar con lo que haríamos para mantener vivo el espíritu de la escuela rural, pasamos al presente dejando atrás pasado y futuro. Para ello, me remito a las palabras de Marisa Usero, maestra de escuela en un pequeño pueblo de la Sierra de Cuenca (de los poquísimos que quedan con colegio): “Actualmente, estamos sobrepasados por todas las demandas a las que tenemos que hacer frente desde la Administración educativa. Y en esto no hay diferencia entre la escuela rural y las otras. Es cierto que a esto se le añade todas las carencias con las que cuenta la escuela rural en cuanto a medios e inversión. Si no se actúa ya, si los gobiernos no invierten y se implican todo lo necesario para que ocurra un cambio, el futuro tenderá a que sigan ampliándose las zonas rurales vaciadas y a la desaparición de muchas escuelas”. Es decir, el desafío es el de siempre: la falta de inversión por la escasez de votantes condena a los pueblos a vivir sin escuelas y, por lo tanto, sin niños. ¿Es lógico dejar que desaparezca un estilo educativo que fortalece los vínculos de la comunidad y hace crecer y mejorar la vida de los pueblos?
El futuro
“Si perdemos la escuela rural, perdemos el mundo rural entero. La permanencia de los pueblos depende de los niños que crecen en ellos. Si una escuela se cierra, los niños tienen que desplazarse y, con ellos, muchas familias toman también la decisión de cambiar de residencia”. Así reflexiona Marisa desde el terreno. Y ella mejor que nadie resume una realidad social que es ya imparable y que dibuja un futuro no demasiado esperanzador. No tenemos en nuestras manos el poder de revertir la situación para mañana, pero sí tenemos un hoy en el que reclamar a los ayuntamientos y diputaciones un espacio, un tiempo y un dinero no para construir una utopía (abrir escuelas sin niños), sino para abrir una vía a la esperanza reconduciendo esa huella —a la que hacía mención más arriba— a las realidades posibles. Es decir, recuperar el alma de ayer y hacerla latir con las posibilidades de hoy para creer en un mañana.
La brecha digital
La exclusión social y la pérdida de oportunidades son las principales consecuencias de un acceso deficiente a las nuevas tecnologías. Pero, afortunadamente, los avances y la lógica de los tiempos llevan a pasos agigantados infraestructuras de calidad a los pueblos. ¿Es suficiente? No. Además de desarrollar servicios digitales adaptados al medio rural, las Administraciones han de preocuparse en realizar formaciones en competencias digitales, no solo para los chicos en edad escolar; también para los adultos que cada día ven con impotencia cómo van quedándose atrás en un territorio que está presente en todos los ámbitos de la vida para el que no han sido formados (quizá en esa recuperación de las viejas escuelas está la posibilidad de que muchos mayores aprendan a manejar herramientas que les permitan comunicarse más y mejor y huir del aislamiento). Quizá en ese fomento de la e-inclusión haya también un rayo de esperanza para aumentar la población de los pueblos y, con ello, el fomento de la escuela rural.
En defensa de la España vaciada
Abandonando del todo el pasado de los pueblos pequeños, como el mío, Las Majadas (Cuenca), en el que el modelo básico de escolarización era la escuela unitaria mixta por sus características demográficas, llegamos al presente, en la que la mayoría de los pueblos con una densidad de población baja (en España, el 48% de los municipios actuales tiene una densidad de población inferior a 12,5 habitantes por kilómetro cuadrado, umbral a partir del cual la Unión Europea considera que la densidad es baja, ¡y el mío tiene 3,05!) ha perdido la escuela y, con ello, un latido potente a la hora de mantener su estructura social. Fueron los años noventa los que remataron aquel modelo de escuela unitaria mixta para garantizar la implantación de la LOGSE, por lo que se procedió a la “CRAsificación masiva” de la escuela rural (CRA: colegios rurales agrupados, que nacen en los setenta y crecen exponencialmente para atender las nuevas necesidades de especialistas LOGSE), lo que supuso la concentración de centros y alumnado en los núcleos de población más grandes e importantes de las comarcas.
El discurso oficial
Este proceso concentrador trajo como consecuencia el aumento del transporte escolar, becas de comedor… y la idea de
que la desaparición de aquellas escuelas unitarias suponía un aumento de la calidad educativa, al tener los chicos, estando en estos grandes colegios o internados, más posibilidades de aprendizaje y oportunidades. De hecho, el discurso oficial se basaba en que, con estas concentraciones, se daba más oportunidades educativas y se mejoraba el sistema y la formación de la sociedad rural. Habrá que creerse el discurso oficial, pues. Pero lo cierto es que la desaparición de las escuelas ha apoyado el movimiento despoblador de las zonas rurales. Si a eso sumamos el relato de los medios sobre las zonas rurales, que han condenado a los pueblos a una visión y perspectiva totalmente urbanita, en la que se concibe a estas localidades únicamente como lugares de desconexión, bucólicos y vacíos, no como espacios en los que se vive, convive, se trabaja y se aprende, el caldo de cultivo es ideal para condenar las zonas rurales a espacios dedicados únicamente al turismo, un escaparate que poco se distingue de otros y que está borrando esencias y condenando a muchas localidades a una personalidad “única” e indefinida. Que no, que no estoy en contra del turismo, estoy en contra de que la España vaciada sea ya la España olvidada por las Administraciones y dentro de nada la España quemada. Vivir para ver.
La escuela rural como motor social
Según un estudio de Noelia Morales Romo, publicado en la revista AGER, que se puede consultar en el CEDDAR, el cierre de las escuelas unitarias trajo consigo un gran deterioro en las condiciones de vida de los pueblos pequeños sin que el traslado de los estudiantes a los centros “más importantes” supusiera una mejora significativa en la calidad de la enseñanza ni en su aprendizaje. Entonces, ¿qué hemos ganado cerrando las escuelas de los pueblos pequeños? Solo dinero (y ni siquiera). Si los chicos no mejoran en su aprendizaje y la pérdida de la escuela acarrea y acentúa aún más el abandono de estos pueblos, ¿qué ha aportado todo esto? ¿Generaciones de estudiantes peor formadas que las anteriores aun teniendo “más posibilidades”? ¿Pueblos que agonizan? ¿Mano de obra barata en las ciudades?
Adiós a nuestro único privilegio
Son muchas las desventajas socioeconómicas de las que partimos los niños de las zonas rurales, pero teníamos un privilegio: la escuela. Sin transporte que nos restara una hora (con suerte) al día; con más tiempo en casa y, por lo tanto, en familia; con más tiempo de juego y de calle… Y, sobre todo, con una enseñanza personalizada que permitía individualizar los procesos, respetar los tiempos de cada niño según sus aptitudes y capacidades y hacer grupos de trabajo flexibles sin que tuviese importancia la edad, sino, por ejemplo, la comprensión lectora. Un proceso pedagógico rico, de continuo aprendizaje y de contacto directo con el medio. Un modo tranquilo de estar en la escuela y de convivir. La suerte absoluta de tener, prácticamente, un profesor particular. A cambio, no teníamos extraescolares de inglés, ni judo, ni piano. No somos mejores ni peores, pero se nos arrebató (creo que erradamente) nuestro único privilegio: una enseñanza de muchísima calidad. Y con ello, se propició el abandono de aquellos lugares que tanto amo (sobre todo a uno, que para eso es el mío) que conforman ya la España vaciada. Sé que el proceso es irreversible, pero ojalá tuviéramos la fuerza suficiente para recuperar la huella de la que hablaba al principio. Tenemos los espacios. Quizá nos falten las ganas. En cuanto al espíritu… ese nunca muere .