Javier Torrijos presentó, en Navalón, el acto inaugural de las fiestas que incluía la proclamación de la reina (Laura Caballero Saiz), el pregón de fiestas a cargo de Orencio Aldovera y Julián Recuenco, la entrega de distinciones por el Ayuntamiento a Laura Caballero, Manuel García, Dolores López y Jesús Saiz y, por último, la inauguración de las fiestas en honor del Santísimo Cristo de la Fe por parte del alcalde de Fuentenava de Jábaga, José Luis Chamón.
Si por primera vez el pregón salía a la calle, también, por vez primera, tuvimos ocasión de escuchar un pregón a dos voces o, lo que es lo mismo, un pregón dividido en dos partes: una primera en la voz de Orencio Aldovera en la que, el pregonero, paseó sus memorias arrancando en los años de la despoblación, finales de los 50 y la década de los 60, haciendo parada y fonda en la vida del Madrid de esos años tan reflejado en películas como Manolo guardia Urbano, de Manolo Morán, o Historias de la radio de José Luis Sáenz de Heredia en esas escenas memorables de la vida en una pensión.
La segunda parte del pregón corrió a cargo de Julián Recuenco que, para no romper el hilo conductor, siguió con una especie de análisis comparativo entre lo que fue y lo que queda: «ahora, ser de pueblo, vivir lejos de la gran ciudad, puede llegar a ser una bendición para los que están acostumbrados a vivir en la ciudad. Nuestro más genial poeta, Fray Luis de León, lo tuvo muy claro en su “Oda a la vida retirada”:
¡Qué descansada vida
la del que huye del mundanal ruido,
y sigue la escondida
senda, por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido».
El final, como hemos dejado escrito, fue para los reconocimientos y el turno del alcalde que, aprovechando que estaba presente el delegado de la Consejería de Desarrollo Sostenible, le recordó que tienen un asunto pendiente que no es otro que el Centro de Recuperación de fauna silvestre, en Jábaga, cuyos terrenos, preparados ya, esperan movimiento de tierras.
Pregón en Navalón por sus fiestas en honor del Santísimo Cristo de la Fe.
Gracias, alcalde, por confiar en mi persona para este acto tan emotivo.
Es para mí un honor ser este año el pregonero de las fiestas de este pueblo, Navalón, que es el mío también el vuestro, y compartirlo con Julián Recuenco ilustre pregonero de la Semana Santa de Cuenca, pabellón que dejo en alta estima. Julián es doctor en algunas materias, pero creo que, a carreras, le supero con bastante distancia.
No es fácil para mi hablaros de algunos asuntos del pasado. Como, por ejemplo, de cuántas cabezas de ganado había en Navalón cuando era un niño, porque, quién lo diría entonces, ahora ya no queda ninguna, hablaros de nuestros viñedos, porque en este tema nos encontramos más de lo mismo; de esas cuevas bajo la tierra en las que se guardaba el vino, y que servían para esas tertulias entre la gente de más edad, nuestros padres y nuestros abuelos; esas cuevas que a nosotros, los más jóvenes, nos servía para iniciarnos en las costumbres y en la forma de vida que era propia de aquel mundo rural. Esas mismas cuevas que, ahora, estamos buscando la manera de recuperarlas. Si no las hubiéramos dejado perder por la incuria del tiempo, ahora no sería necesario recuperarlas.
Pero creo que hay un tema muy latente en estos momentos, que es la emigración. Todos lo podemos ver en cualquier medio de comunicación, desde los noticiarios emitidos por las distintas cadenas de televisión hasta la prensa diaria, pasando también por esos otros medios, los de internet, a los que aquí, aunque nos pese, todavía no tenemos demasiado acceso, porque en los pueblos pequeños, a pesar de todo, las oportunidades no son las mismas que en la gran ciudad. Y es que es éste, el de la brecha digital y el abandono del mundo rural, un problema acuciante, y los políticos, que por fin se han dado cuenta de ello, están tomando alguna medida para intentar solucionarlo. Quizá sea ya tarde para tomar medidas, pero, como dice el refrán, más vale tarde que nunca.
Ahora, que tristemente estamos cansados de ver en la televisión imágenes de emigrantes cruzando fronteras e intentando encontrar una nueva vida en un mundo ajeno, distinto al suyo, nos vendría bien recordarnos a nosotros mismos. Que, aunque tanto hemos cambiado en los últimos años, en apenas medio siglo -¿qué son cuarenta o cincuenta años en toda una vida?-, convendría recordar que nosotros, un día, también fuimos emigrantes como ellos. Recordar que, hace ya mucho tiempo, un día cualquiera de un año cualquiera, cogimos una maleta de cartón, dos mudas y quinientas pesetas y cogimos un tren que apenas sabíamos a dónde nos llevaba. El resto del espacio que contenía la maleta estaba repleto de ilusiones, de ganas de comernos el mundo. Y subimos a ese tren. No importaba el destino ni la estación en la que finalizaba el viaje; cualquiera nos valía, porque lo único que importaba era salir, escapar del pueblo que nos había visto nacer. Quedarse allí estaba mal visto. Aquellos años fueron el inicio de esta despoblación de nuestros pueblos, que hoy padecemos.
Y es que, entonces, la vida en el pueblo no era fácil. Cada cosa en su momento, había que sembrar, arar y fertilizar los campos, para que estos, cuando llegara la cosecha, nos dieran buenos frutos. Quienes tenían ganado, que en Navalón había unos cuantos, tenían que estar siempre pendientes para que no enfermaran los animales, porque la pérdida de cualquier animal, muchas veces, suponía una gran merma para la economía familiar. Recuerdo cómo, al salir de la escuela -sí, amigos, entonces aquí, en Navalón, todavía había una escuela abierta, que estaba situada aproximadamente en este mismo sitio en el que ahora nos encontramos-, mientras el resto de los chicos se iban a las eras, a jugar al fútbol o al “churro va”, yo tenía que irme corriendo a casa para dar de comer a los conejos que teníamos en la conejera, o para ayudar a mis padres en cualquier otra faena del campo.
La gente joven emigró a las ciudades, y en los pueblos no hubo relevo generacional. Los mayores fueron envejeciendo, y la natalidad aquí, en Navalón, como en el resto de nuestros pueblos quedó bajo mínimos, y el resultado de aquel proceso es lo que ahora estamos viviendo: los pueblos se han quedado prácticamente vacíos durante todo el año, y sólo en momentos como éste, cuando volvemos al pueblo para celebrar, las fiestas patronales al Cristo de la Fe, Navalón parece volver a cobrar vida. Pero hasta esto, la celebración de las fiestas patronales, es un producto de aquella despoblación. Porque antes, ya lo sabemos, las fiestas patronales no se celebraban en agosto, sino en septiembre, cuando finalizaban las labores en el campo. Hace ya muchos años tuvimos que cambiarlas, porque en septiembre, todos lo recordamos, muchos de nosotros ni siquiera podíamos venir.
Pero no todos los caminos están llenos de rosas. No resultaba fácil dejar aquí a la familia, a los amigos; abandonar la única forma de vida que entonces conocíamos, y enfrentarnos a la gran ciudad, con todas sus peculiaridades. Buscar un nuevo trabajo, tan diferente al que entonces realizábamos, teniendo en cuenta, además, que nuestra formación era baja. En la mayoría de los casos teníamos que buscar hasta dónde poder dormir los primeros meses. Muchas veces teníamos que buscar una patrona a la que poder alquilarle una habitación con derecho al baño. Otras veces, hasta teníamos que compartir la cama con alguien del pueblo que había emigrado antes que nosotros, y que nos había abierto un camino siempre difícil en la gran ciudad. ¡Cuántas noches la única cena que teníamos era una simple lata de sardinas que guardábamos debajo de la cama!
Pero, como todo en la vida, con mucho trabajo, y una enorme ilusión y fuerzas de superación, logramos salir adelante. Poco a poco, fuimos acostumbrándonos a esa nueva vida. Hicimos nuevos amigos, con los que empezamos a participar de los guateques en los que los jóvenes de la ciudad se entretenían, a conocer esas grandes discotecas, de las que en el pueblo no habíamos oído hablar. Y a través de todo ello, empezamos a relacionarnos con gentes de otras provincias, con las que, tiempo al tiempo y siempre después de un noviazgo más o menos largo, que entonces no existía aún esto del “aquí te pillo y aquí te mato”, terminamos por casarnos. De ahí viene que, hoy en día, los que entonces nos vimos obligados a abandonar el pueblo, tengamos parejas que proceden de todas las partes de España; que hoy, cuando otra vez van a comenzar las fiestas al Cristo de la Fe, a Navalón acudan nietos gallegos, catalanes, madrileños, valencianos, y de tantos otros rincones del país.
Y es que la historia más reciente de nuestro pueblo, como la de tantos otros pueblos diseminados por la geografía conquense, es la historia de la emigración. Casi todos vosotros, cuando eráis jóvenes -aún lo sois, es cierto-, os visteis obligados a abandonar vuestro pueblo, sus campos de labranza y sus siempre estresantes ganados, y buscasteis en la gran ciudad una forma de vida diferente. Estaban entonces empezando a aparecer en el campo los primeros tractores, tan arcaicos si los comparamos con los actuales, que hasta llevan música y aire acondicionado, alejando de los surcos de tierra muchas manos, que ya casi no eran necesarias para sembrar las semillas que habrían de convertirse en cereal y, después, en el pan necesario. Las cosechadoras, entonces, ni siquiera habían aparecido todavía. La misma Cuenca, tan cercana y al mismo tiempo tan lejana, se había hecho también pequeña para vuestros sueños. Madrid, Valencia, Barcelona, …, o más bien las áreas metropolitanas de aquellas ciudades, se habían convertido en vuestra nueva casa, y ya sólo regresaríais a Navalón una vez al año, durante vuestras vacaciones de verano. Algunos, unos pocos, ya no regresaron nunca más, o casi nunca, al pueblo de sus mayores.
Así, lejos de casa, pasabais todo el año, soñando en el anual regreso en el que volvíais a encontraros con vuestros familiares y con vuestros amigos de la infancia, mientras os poníais al día de las últimas novedades que habían sucedido en el pueblo. Algunos de vosotros regresasteis uno de esos años, acompañados por alguien que se había convertido ya, o se convertiría al cabo de muy poco tiempo, en vuestra mujer o en vuestro marido, con quien terminaríais creando una nueva familia con la que compartir todos vuestros sueños.
La convivencia en Navalón, en aquellos años, solía ser muy difícil, porque vuestras parejas, quizá, estaban demasiado acostumbradas a la forma de vivir en la gran ciudad, y no estaban acostumbradas a las incomodidades que aún eran usuales en el pueblo. Había que ir a por agua a la fuente de la plaza o hasta la Pila, porque todavía el líquido elemento no llegaba hasta las casas, y la luz eléctrica era muy genue. Cualquier pequeña tormenta o las primeras lluvias del verano, esas que ni siquiera llegan a mojar los campos de cereal, hacían que se fuera la luz durante horas, durante algunos días incluso, dejando otra vez al pueblo en penumbra, y obligándonos a buscar en las alacenas de nuestras casas los viejos candiles de aceite, o el último cebo de la vela que casi se había acabado de consumir en el último apagón. Y que decir de cuando teníais que hacer vuestras necesidades, las menores y también las mayores, y teníais que salir de la casa para hacerlas en el agujero que algún familiar había abierto en las cochiqueras y en los corrales de las gallinas, o, en el peor de los casos, hasta las eras.
Todo ha cambiado mucho desde entonces, y ahora, con las comodidades que también llegaron a Navalón, aunque con bastante retraso, la vida ya no es tan diferente. Ahora, ser de pueblo, vivir lejos de la gran ciudad, puede llegar a ser una bendición para los que están acostumbrados a vivir en la ciudad. Nuestro más genial poeta, Fray Luis de León, lo tuvo muy claro en su “Oda a la vida retirada”:
¡Qué descansada vida
la del que huye del mundanal ruido,
y sigue la escondida
senda, por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido|
No, no se trata de una simple casualidad, o de sólo una manera poética de expresarse. Porque así continúa el poeta de Belmonte:
Vivir quiero conmigo,
gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanzas, de recelo.
Del monte en la ladera,
por mi mano plantado tengo un huerto,
que con la primavera
de bella flor cubierto
ya muestra en esperanza el fruto cierto.
Y como codiciosa
por ver y acrecentar su hermosura,
desde la cumbre airosa
una fontana pura
hasta llegar corriendo se apresura.
Y luego, sosegada,
el paso entre los árboles torciendo,
el suelo de pasada
de verdura vistiendo
y con diversas flores va esparciendo.
Dice el refrán popular que “uno no es de donde nace, sino de donde pace”, y como todos los refranes populares, tiene una gran parte de verdad. También se dice que el roce hace el cariño, y eso, llevado a lo que aquí nos interesa, cobra todo su sentido cuando nos referimos a las amistades y a las relaciones familiares. Algunos de vosotros nacisteis en Navalón, o en Navalón nacieron vuestro padres y vuestros abuelos, aunque os visteis obligados a partir, abandonando aquí vuestras raíces, y otros, valientes en vuestra propia resiliencia, lograsteis permanecer aquí; si no hubiera sido por vosotros, este pueblo se hubiera convertido ya en uno de esos despoblados, que tanto abundan en todos los rincones de Castilla. Y algunos de vosotros, entre los que me incluyo, sólo llegasteis aquí acompañando a vuestras parejas. Pero todos, absolutamente todos, somos, y nos sentimos así, navaloneros, porque aquí nacimos, o porque, aún habiendo venido de cualquier lugar de España, o del resto del mundo, así lo hemos decidido, por amor a la nueva familia que, ley de vida, hemos ido creando en nuestro largo viaje por la vida.
Amigos: después de este largo camino de risas y de llantos, de ilusiones por conocer mundo y buscarnos una vida mejor, el cuerpo nos pide parar. Nos obliga a volver a nuestras raíces, volver a nuestra provincia, volver a nuestro pueblo. Y por eso aquí estamos, disfrutando de esta otra forma de vida, de la tranquilidad que nos ofrece la vida retirada, como diría el poeta. Por eso, tal y como dice cierto programa de Castilla La Mancha televisión, YO ME QUEDO AQUÍ.
Y ahora, todos, decid con nosotros:
¡VIVA NAVALÓN|
¡VIVA EL CRISTO DE LA FE|
¡VIVA NUESTRA MADRE DE TEJEDA|
Orencio Aldovera Torrecilla y Julián Recuenco Pérez