Las vivencias de Millana Bermejo al cumplir cien años
Lo explica muy bien el profesor Roberto Villa García en su libro 1923. El golpe de Estado que cambió la Historia de España que, resumidamente, narra lo ocurrido en la madrugada del 13 de septiembre de 1923, cuando Miguel Primo de Rivera cumplió su ultimátum al rey y al Gobierno declarando el estado de guerra en Barcelona. Al amanecer, su golpe de Estado había vencido y Alfonso XIII había fracasado en su tentativa de encauzar el acto de fuerza por vías constitucionales. El 14 de septiembre, un directorio revolucionario gobernaba ya en Madrid y, el día 15, Primo de Rivera tomaba el poder, suspendía la Constitución y establecía una dictadura personal. Aquel suceso iba a imprimir el viraje más radical en la Historia de España del siglo xx hasta la muerte de Franco.
En ese ambiente veía la luz la que protagoniza, hoy, este espacio: Millana Bermejo Crespo que llega a este mundo el 12 de noviembre de ese año, 1923, en Cañamares, en la provincia de Cuenca. Un lugar, en esas fechas, alejado de todo, mal comunicado en el que, como en el resto de nuestros pueblos serranos, la vida transcurría dentro de unos pocos kilómetros cuadrados que delimitaban los campos de labor, los huertos y la casa familiar en cuyos corrales no faltaba la granja familiar: gallinas, conejos y cerdos que compartían espacio con las mulas, yeguas y burros imprescindibles para el trabajo diario y, como mal menor, como medio de locomoción porque, como nos contará Millana, más adelante, era el medio de locomoción para venir a Cuenca. Medio que cambió en los años 50 por el camión de la resina o el de la madera, ocupando el asiento libre a la derecha del conductor, entre sogas y cadenas, o en el coche de línea cuando tenía servicio. Quedaba lo de siempre. Desplazarse andando, durante días, por esos caminos de herradura o por la Cañada Real de Beteta que cobraba vida en los primeros días de noviembre y en el regreso en primavera.
Gonzalo Bermejo, e Isabel Crespo, eran los padres de Millana a quien, desde bien pequeña, la acercaron a la reguera que llevaba agua a las judías y patatas del huerto familiar: bueno, y no solo regar, que también lo hacía bien pequeña sino que, además, cuidaba de los gorrinos y de las ovejas porque iba de pastora. En aquellos tiempos no había otra cosa, comenta Millana aunque también, le digo, que tendría amigas. Sí, sí estábamos tres o cuatro que jugábamos al escondite en el callejón. Al escondite porque no teníamos muñecas al estar trabajando, ayudando a nuestros padres y no, no jugamos con las muñecas porque no teníamos tiempo.
La escuela, a la que iba cuando podía, estaba en la Plaza y se escurre en su memoria la cantidad de niños y de niñas que iban a aprender las cuatro reglas aunque, en mi opinión, rondaría la treintena en aquella escuela unitaria que, como ella recuerda, tenía bancos de madera en los que apoyar cuadernos, pizarras e imaginación para entender lo que explicaba el maestro metido, suponemos, en lo que se llamó Educación de Adultos del primer bienio de la II República Española, cuyo objetivo era difundir la cultura general, la orientación docente y la educación ciudadana en aldeas, villas y lugares con atención especial a la población rural.
Millana, antes de llegar a casa a la hora de la comida, se le hacía la boca agua con solo pensar en las patatas con caldo aunque, como me dice, le daba todo igual porque no hacía ascos a nada: es que, como teníamos conejos y gallinas, alguna vez comíamos arroz pero, lo más normal, eras cosas de la matanza. Qué te voy a decir, pues chorizos, las tajás de tocino, gachas, los potajes que tenían la sopa de pan, la patata con judías y la carne pero, ná, que me daba igual.
Cuando cumple 13 años, el país lleva cinco meses de guerra incivil que, según Millana, apenas se nota en Cañamares: si es que no sabíamos nada. Bueno, una vez veníamos con las mulas cargadas de haces de trigo y, cuando llegamos a la plaza, había un grupo de soldados con fusiles que nos obligaron a decirles en voz alta “salud camaradas”. Cómo sería la cosa que, más que nosotros, fueron las mulas las que se asustaron porque salieron a los cuatro pies y se metieron solas, en la cuadra, tirando todos los haces por el suelo.
Al igual que me contaron en el caso de Cuenca, en Cañamares, según Millana, no se escuchó tiro alguno y, cuando quiso darse cuenta, tenía la edad de 16 años que bañaba en las aguas del Escabas. ¡Uyyy!, el agua estaba helada, helada, pero nos metíamos sin saber nadar y lo pasábamos muy bien mientras los chicos pescaban cangrejos con la mano. Menudos estaban luego a la sartén, dice Millana, al tiempo que recuerda los días en los que, también, en este mágico río, venía a lavar la ropa: sí, claro que sí. Venía con la losa (una tabla acanalada en la que se frotaba la ropa enjabonada), con el jabón que hacíamos en casa con sosa caustica y aceite que ya no valía, las cestas, el canasto que llevaba en la cabeza encima del rodete. Qué tiempos, qué penurias, lavando en el río con el agua helada en invierno porque, en casa, el agua la guardábamos para el uso de la casa en cántaros y botijos. En verano no. Con el buen tiempo todo cambiaba y poníamos la ropa al sol para que se secara.
Los días pasan y, como todo es cíclico, Millana sueña con su primer baile en la plaza que lo hace realidad: eso sí que me ha gustado siempre, siempre. Cuando había fiesta en la plaza, me llamaban siempre. Nunca faltaba a esas citas porque me encantaba bailar la jota y también el agarrao, claro que sí. Eran los bailes en la calle, en la plaza o, a veces, en un salón cerrado. Me ha gustado mucho. Tocaban los mozos del pueblo guitarras y bandurrias y hasta hay un músico, de aquellos, que también cumple 100 años estos días. Eran las fiestas del pueblo aunque, ahora, han puesto otra en Agosto. La fiesta fiesta es la de San Millán, el 12 de noviembre.
Los años 40 fueron en España los del hambre como, también, lo fueron en buena parte de Europa por la II Guerra Mundial.
Pueblos como Cañamares, acostumbrados a llevar una vida de autoconsumo como la descrita, permanecen semiaislados entre otras razones porque no tienen acceso al mundo de la información y, la poca que reciben, es fruto de algún viajero llegado milagrosamente al pueblo. Teníamos un carro, claro, y las mulas. Luego, mucho más adelante, tuvimos coche pero, en ese momento, si querías ir a Cuenca a comprar algo, a vender un gallo, conejos o huevos para tener perras, teníamos que buscar los camiones que salían de aquí con destino a la capital, a Cuenca. La gente montaba en el camión que llevaba la resina o en el camión de la madera. Tenga en cuenta que, hasta aquí, hasta Cañamares, bajaba la madera, los pinos, río abajo, desde La Huerta Marojales o desde Poyatos. Aquí, en lo que ahora es la playeta, hacían unas cambras enormes. Sacaban la madera con mulos y carros y, luego, a los camiones. Quedaba el coche de línea al que había que esperar que tuviese servicio. Qué vida más dura. Recuerdo a los gancheros, durmiendo a orillas del río con una manta para ganarse la peseta. Qué vida tan arrastrá, me dice Millana moviendo la cabeza de arriba abajo.
En estos años no podemos decir que, Millana, conoce a Felipe Bermejo, el que será su marido porque, como ella dice, se veían desde críos por todas partes: en los juegos, en los huertos, escardando, atando gavillas, llevando los haces en los mulos y, claro está, en los bailes. A los 25 años nos arreglamos y nos casamos en Cuenca el 16 de febrero del año 1948. Fíjate, en Cuenca y no en Cañamares. Nos dio por ahí. Recuerdo que, en la iglesia, que ya no está, había una imagen de la Virgen del Pilar a la que sigo rezando porque soy muy devota y, después, hicimos un convite de ná.
Un convite que, Millana, ubica en un lugar, una posada en la que, hoy, es calle de Doctor Galíndez a pesar de que, no lejos de ahí, se encontraban fondas y posadas como la llamada de Santa Luisa y después de todo eso, volvimos a Cañamares a pasar la luna de miel y, sin prisas, llegó nuestro primer hijo el 8 de diciembre del año 1950.
La vida de Millana apenas cambia porque, su día a día, vuelve a estar abrazada a las faenas de la casa y a la granja familiar que les reporta ciertos beneficios gracias a las gorrinas, como ella dice porque, una de ellas, le parió hasta doce crías que, naturalmente, vendió llegado el momento. Mi marido compró la gorrina en Ribatajada y, los gorrinetes los vendimos. Les echábamos de comer de todo: vainas de judías, patatas, gamones, salvao y nabos y, todo bien cocido, en el caldero, a la lumbre, iba al tornajo. Menudo de bien comían y, luego, cómo sabía la carne y lo demás. Es que no se puede compara. Ni esto, ni lo que hemos pasado con lo de ahora. Ahora nadie quiere trabajar, ahora no. La gente no quiere. Allí teníamos que estar desde que amanecía hasta que anochecía y tan contentos. Ahora, ellos sabrán lo que tienen que hacer. Lo mismo siguen pensando que les cae todo por la chimenea. Una pena. Yo quiero estar tranquila. Que la gente haga lo que quiera. He batallao mucho y estoy contenta con lo que he conseguido. He trabajao mucho, en lo mío, para los míos. Con mis matanzas, los chorizos, las morcillas, el apaño de todo el año porque era así, lo que nos faltaba lo buscábamos. Cambiábamos unas cosas por otras, vendíamos productos y vivíamos con nuestro trabajo en el día a día.
Millana, cuando finalizábamos esta charla, me contó que nunca había bebido alcohol. Alguna cerveza, sí, pero sin alcohol en tiempos del marido Felipe. ¿La Coca Cola?, ni la ha probado y, beber beber, el agua que embotellan cerca de Cañizares y zumo de limón que la mantiene tan lustrosa el día en el que, la vida, la premia con cien años.
Audio. La entrevista completa. 20′ 56 »